Editorial: Del paro a las constituyentes agrarias
Por: Darío Fajardo Montaña
Bogotá, 10 de septiembre 2013
El paro agrario y popular iniciado a mediados de agosto ha trascendido con creces otras iniciativas de este tipo ocurridas en el país, en términos de los sectores movilizados, de su persistencia y de sus alcances políticos. Su convergencia con otros he...
Bogotá, 10 de septiembre 2013
El paro agrario y popular iniciado a mediados de agosto ha trascendido con creces otras iniciativas de este tipo ocurridas en el país, en términos de los sectores movilizados, de su persistencia y de sus alcances políticos. Su convergencia con otros hechos, como las conversaciones de paz de La Habana, las negociaciones del paro del Catatumbo, el paro de los trabajadores de la mina de El Cerrejón, las protestas de pequeños mineros de otras localidades, los educadores, etc., le dan nuevas tonalidades al escenario político colombiano y de alguna manera han obligado al gobierno a conversar con los representantes de la protesta.
Un aspecto trascendental de esta movilización fue su capacidad para impactar los medios urbanos, en particular a Bogotá, habiendo partido del medio rural, prácticamente invisibilizado en los panoramas citadinos. A este efecto posiblemente contribuyeran el heroico proceso del Catatumbo y también el que, gracias a las conversaciones de La Habana, en las que el campo surge como un primer punto de su agenda, los asuntos agrarios recuperaron espacio en las valoraciones políticas de las problemáticas colombianas.
Las movilizaciones agrarias y populares han ocurrido como resultado de las crecientes dificultades que afrontan las comunidades del campo para sobrevivir en medio de la guerra, del empobrecimiento, de la carencia de vías y servicios, de la destrucción de sus cosechas y de las dificultades que impiden el acceso de sus productos al mercado. Estas circunstancias se han sumado al empobrecimiento de sectores sociales urbanos cada vez más extendidos, lo cual ha generado en ellos manifestaciones de solidaridad con la movilización agraria.
El paro ha sido el resultado de un acumulado de condiciones que parecieran haber llegado a un punto límite. En los campos, el encarecimiento de los costos de producción de los bienes agrícolas derivado de la subyugación del capital financiero sobre la producción y comercialización de los insumos se añade a los sobrecostos que imprimen el monopolio de la propiedad agraria y los atrasos en las dotaciones de infraestructuras viales y de riego. En las ciudades, las comunidades sufren el crecimiento del costo de vida, de la vivienda, de la salud, de los alimentos, por efectos de la destrucción del empleo y del deterioro los ingresos, lo que los acerca a los reclamos del campo.
En este entorno el país conoció la denuncia del atentado contra nuestra agricultura contenida en el video “9-70”, realizado por Victoria Solano, joven y valiente comunicadora. Referido al decreto de esa numeración, expone la campaña de destrucción de semillas de arroz en el municipio de Campohermoso, Huila, cuna de la reforma agraria. Los hechos documentados, denunciados igualmente por un prestigioso prelado de la iglesia católica, corresponden al cumplimiento de tal decreto e ilustran la acción violenta de la policía, guiada por los funcionarios del Instituto Colombiano Agropecuario (ICA) contra los agricultores de esa localidad a quienes expropian toneladas de las semillas del cereal, conservadas de acuerdo con las prácticas tradicionales.
La norma, que prohíbe el trasiego de este tipo de simiente para imponer la compra de semillas certificadas, fundamentalmente por corporaciones transnacionales, al igual que la resolución 4287 de 2007, que restringe la comercialización de cárnicos tradicionales, derivan del tratado de libre comercio al cual adhirió Colombia bajo el gobierno de Álvaro Uribe y ratificó su sucesor.
Aseguran los productores que el uso de estas semillas ya los condujo al fracaso, como ocurrió con el algodón transgénico [1] utilizado en siembras en los departamentos de Córdoba y Tolima, lo cual contribuyó a la quiebra de una proporción significativa de los agricultores de esas regiones, al igual de lo ocurrido en otros países sobre los que se ha extendido este modelo económico y tecnológico [2]. En nuestro caso ha sido particularmente irritante para el país y en particular para los campesinos que el ICA, institución creada inicialmente como apoyo para la reforma agraria, haya degenerado en un agente policivo más, al servicio de las transnacionales, primeras beneficiadas del comercio de las semillas certificadas.
De esta manera, la acción del Estado está cada vez más orientada a las acciones represivas de todo tipo. La respuesta oficial a la movilización de las comunidades ha sido particularmente violenta: de acuerdo con la comisión de derechos humanos de la organización del movimiento, el 10 de septiembre se contabilizaban 12 personas asesinadas, 506 heridos, 4 desaparecidos y 262 detenidos de manera arbitraria.
Esta línea de conducta, recurrente del Estado colombiano, fue denunciada a propósito de lo ocurrido en el Catatumbo y se hizo más protuberante en el desarrollo del paro agrario en los departamentos de Antioquia, Boyacá, Cauca, Caquetá y Putumayo. Algunos “arrepentidos” no han vacilado en condolerse de que los episodios de represión han enfrentado “a pobres contra pobres”, aparentemente sin tener en cuenta que los pobres del campo y de la ciudad, que se han levantado para defender su tierra, sus semillas, sus cosechas, su derecho a la alimentación y su derecho a la vida, ¡están siendo reprimidos por los pobres que defienden los intereses de las transnacionales!
Ahora, como siempre, las autoridades han esgrimido el manido argumento de la “infiltración subversiva” para perseguir y judicializar a quienes participan en el movimiento. Pero así como los “puentes” entre lo rural y lo urbano no han necesitado la presencia de la subversión, tampoco la han requerido los vínculos entre nuestras circunstancias y las de la escena planetaria, ni aquellos que unen a nuestro pasado con el presente y a este con el futuro. Aún los medios de prensa más afines a los intereses corporativos no han dejado de registrar los niveles de agitación social que sacuden a países como Egipto, Grecia, Túnez y España, México y las comunidades “minoritarias” de los Estados Unidos, incluyendo sus veinticuatro ciudades en bancarrota, buena parte de los cuales está directamente asociada con la crisis alimentaria y con los factores que la han generado, sin contar con la omnipresente insurgencia.
De la misma manera, la mirada a los escenarios actuales de la crisis, el Catatumbo, el sur del Meta, el Caquetá, nos lleva a nuestro pasado y al recuento de ¿“cuándo empezó la guerra?”, con esa misma ausencia. Los destierros que condujeron a la formación de las comunidades de colonos en esas regiones, empujados por la guerra y seducidos por las promesas del Estado, que ofrecía las inversiones y subsidios con los que nunca cumplió, no han sido olvidados. No importa que hoy ese mismo Estado pretenda encubrir sus responsabilidades reescribiendo la historia: las víctimas lo recuerdan.
Pero las huellas que ha ido dejando la construcción de una sociedad profundamente injusta con quienes más le han aportado, con quienes labran los campos y producen los alimentos, con quienes han construido las ciudades, están presentes no en un ánimo vengativo, de revancha: es en el de las comunidades rurales y urbanas empobrecidas, de las madres desplazadas y víctimas de los “falsos positivos”, de donde han ido surgiendo propuestas para construir un país mejor. De los colonos vino el planteamiento de las zonas de reserva campesina, convertidas hoy en herramienta para la reforma agraria; de las y los desplazados retornados a sus tierras, las iniciativas de mercados campesinos y trueques de semillas; y de las comunidades campesinas, indígenas y afrodescendientes hasta ahora invisibilizadas, iniciativas para construir un desarrollo rural que favorezca al país en su conjunto, para proteger el patrimonio ambiental y las semillas tradicionales, y la iniciativa de recuperar las constituyentes de base, agrarias, arrogantemente descartadas por los funcionarios “negociadores” ante el paro agrario, que debieron ceder ante la propuesta de la mesa nacional unificada; fue de esas comunidades de donde surgieron constituyentes municipales como la de Mogotes, Santander [3].
Ante la encrucijada que vive Colombia entre la continuación de la guerra y el comienzo de la construcción de una paz justa y duradera, las organizaciones campesinas han planteado la convocatoria a las constituyentes agrarias por la paz con justicia social, las cuales han de concluir en una asamblea nacional de constituyentes que recoja las propuestas y soluciones al conflicto agrario que vive el país.
Por su lado, el gobierno se afana por encontrar salidas a la precaria situación en la que lo han colocado, de una parte, las circunstancias que hicieron crisis y provocaron la movilización popular y de otra, la reiteración de la inmodificabilidad del modelo de desarrollo y de los TLC que lo sustentan, todo ello en los estrechos tiempos electorales. Hasta ahora, de la iniciativa presidencial solamente ha salido un reajuste del gabinete ministerial en el que permanecen quienes representan la repetición de las políticas aplicadas hasta la fecha o se renueva con quien expresa las orientaciones más regresivas de este mandato en este aspecto, en particular en la apropiación de tierras que correspondieron a titulaciones de la reforma agraria, según lo han señalado los parlamentarios del partido Polo Democrático Alternativo Jorge Robledo y Wilson Arias. Las señales que da el gobierno no dan campo a ilusiones sobre lo que podría ofrecer en el terreno de las negociaciones.
De esta manera se encuentra planteada ante el país la disyuntiva entre la profundización de las condiciones que lo han conducido y mantenido en la guerra y el inicio de una ruta hacia la construcción de la paz con justicia y democracia. Anticipa a la primera la obcecación demostrada hasta el presente en las políticas que reproducen el autoritarismo, el atraso, la inequidad y el empobrecimiento que afectan a una proporción creciente de la población colombiana. La segunda es la ruta de la esperanza, que dé vía a la democratización de la sociedad y del estado, del acceso a la tierra y a la asignación de los recursos; que abra el camino a la nación a la que todos tenemos derecho: amable y justa con sus hijas, con sus hijos, con sus gentes del campo; dispuesta y capaz de construir su soberanía alimentaria, de proteger nuestro patrimonio ambiental, justa y respetuosa con sus vecinos como principio y condición de existencia.
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[1] Semilla certificada propiedad de Monsanto; ver: Grupo Semillas, “El fracaso del algodón transgénico en Colombia”, N°40/41, revista Semillas, Bogotá, 2009
[2] Ver Patel, Raj, (2008), Obesos y famélicos. El impacto de la globalización en el sistema alimentario mundial, Barcelona, Editorial Los libros del lince, páginas 29 y siguientes
[3] Ver Gómez, Antonio (2012), “La gente del fique. Organización campesina en Santander: exploración de las fuentes histórico-sociales en un proceso como la Asamblea Municipal Constituyente de Mogotes (1997-2004)”, tesis de grado, Universidad Externado de Colombia